Por Zegama pasaba uno de los caminos reales con que contaba esta región para comunicarse con Araba, a través del famoso túnel de San Adrián.
Dato importante, porque en un tiempo en el que no existían los modernos medios de comunicación, estar al borde del camino era de alguna forma estar al día.
Este viejo camino fue en muy diversos aspectos factor decisivo en la vida económica, social y cultural de Zegama. Camino que empezó a perder importancia allá por el año 1780, ante la mayor facilidad, comodidad y seguridad que ofrecía el de Leintz Galtzaga.
Otro hecho que tuvo su importancia en Zegama fue la construcción del ferrocarril Irun-Altsasu, cuyas obras dieron comienzo simultáneamente en Tolosa y Donostia el 22 de junio de 1858, terminando en 1864. Provocó gran afluencia de trabajadores no sólo de otros pueblos del Estado Español, sino también de los de Italia, Francia, Bélgica, Alemania, etc.
Es precisamente de esta época de cuando tenemos noticias de nuestros olleros, así como de numerosos otros oficios: tejedores, alpargateros, herreros, zapateros, sastres, ferrones, chocolateros, confiteros, etc.
Por la información que nos ha dado Gregorio Aramendi Arregi, último ollero de Zegama, y la facilitada por Martín Azurmendi, hijo de alfarero, sabemos que una de las ollerías que se conocen en esta población, ocupaba el lugar en el que hoy está el Círculo Tradicionalista. Concretamente, me dice Martín, la ollería fue destruida para la construcción del citado Círculo en 1932.
Aquí, y siguiendo a Martín, estuvo el taller de los Azurmendi, hasta que se trasladaron a donde actualmente están las escuelas, a la casa llamada «Mazkearan Etxeberri».
Otra ollería se encontraba en la hermosa casa llamada de «Aitamarren Zarra», donde vivió y trabajó el ollero Julián Braulio Arrizabalaga Arizgoiti hasta su muerte en 1900, a los sesenta y seis años. No parece que ninguno de sus descendientes siguiera con el oficio.
En esta misma ollería vivió más tarde la familia Azurmendi, de la cual del primero de quien tenemos noticia como ollero es de Ascensio Azurmendi y Gorospe, que había nacido en 1812. A Ascensio, que casó con Francisca Erostarbe y Ugarte, sucedió su hijo Silvestre, mientras que un hermano suyo, Emeterio, se hacía alpargatero. Silvestre murió bastante joven, a los cuarenta y siete años en 1884, estando casado con Ignacia Aldasoro. Ascensio murió, según me informa Martín, su biznieto, un año más tarde, y a consecuencia de una tremenda paliza que le había propinado frente a la Parroquia de Zegama el guerrillero Cura Santa Cruz, que le dejó malherido y encorvado.
A Silvestre le sucedieron sus hijos Santiago y José Agapito Azurmendi Aldasoro, que siguieron en «Mazkearan Etxeberri» hasta que, a finales del siglo XIX, dicha casa se quemó, pasando entonces ambos a la ollería de «Intxausti Zarra», de Francisco Arregi, quien les ofreció esta solución. Este Francisco Arregi fue uno de los primeros socialistas de Gipuzkoa, mientras que Santiago Azurmendi, que era carlista, llegó a ser presidente del Círculo Tradicionalista. Aunque estas encontradas ideologías no fueron obstáculo para que entre ellos, como me dice Martín, no hubiera una profunda amistad.
Más tarde, Santiago dejó el oficio y se colocó en la Electra Aizkorri de Zegama. José Agapito alquiló entonces al hijo del ollero Julián Arrizabalaga la ollería de «Aitamarren Zarra», y allí trabajó hasta el año 1932, en que a su vez alquiló la casa a Agapito Oiarbide, pastor en Oltza. Este nos dice que José Agapito se trasladó a la calle Santa Bárbara, donde estuvo trabajando de barbero. También fue Juez de Paz y murió en 1954.
La tercera ollería es la que montó José Luis Arregi Larrea, situada a orillas del río Oria y fuera del casco urbano. Construyó casa, obrador, horno, etc., junto a la casa llamada «Intxausti Zarra». José Luis Arregi, que había nacido en el caserío Lartxaun, de Zegama, murió a los setenta y tres años en 1899. Su mujer fue Manuela Landa, natural de Irun.
Con José Luis Arregi trabajaron sus hijos José Joaquín, que murió a los 19 años en 1887, y Francisco José, que fue quien continuó luego en la ollería.
Francisco José Arregi fue un hombre emprendedor. Amplió «Intxausti Berria», como se llamaba la casa construida por su padre, para montar amplios secaderos destinados no sólo a los productos de la ollería, sino también a los de una tejería. También montó, no lejos del obrador, un molino hidráulico para moler barnices y batir tierras, aprovechando las aguas del río Oria. Compró Intxausti Zarra por seis mil pesetas y, por otra cantidad semejante, la dejó como nueva. Murió a los setenta y dos años en 1929, sucediéndole su hijo Francisco Manuel Arregi Guridi. Con éste trabajaban varias personas, entre ellas José Lorenzo Aramendi Arza, natural de Itsasondo, que, casado con una hermana de aquél, Micaela Josefa Arregi, fue padre del último ollero de Zegama, el ya citado Gregorio Aramendi.
Por él sabemos que también trabajaron como olleros en Intxausti: Vitoriano Escudero, que era natural de Arrabal del Portillo, importante pueblo alfarero de Valladolid; Ponciano Ermingain Onaberri, más conocido como «Ponciano Tolosa», que fue ollero hasta su muerte en 1944 a los cuarenta y dos años; Martín Catalina Olmedo, natural, al igual que Vitoriano, de Arrabal del Portillo.
También era natural de este pueblo Martiniano de La Calle, que trabajó algún tiempo en Intxausti.
A mediados del siglo XIX estuvo en Zegama un ollero de Miranda de Ebro, Juan González. Debió trabajar en «Aitamarren Zarra», pues le vemos como padrino de una hija suya a Braulio Arrizabalaga. En «Intxausti» han utilizado dos clases de tierras: la llamada tierra fuerte (bustin gogorra), a la que por su color también llamaban blanca (bustin zuria), y la tierra roja (bustin gorria). La tierra roja la obtenían de unos terrenos propiedad de la ollería, que se encuentran en el monte Murgisarri, y también de un terreno comunal, en «Errinea». Con anterioridad, igualmente, se trajo de «Altzibar», de un terreno junto a una antigua tejera. La tierra blanca o dura la extraían de un terreno, frente a la casa, llamado «Santa Agueda Aldea», que era también propiedad de los Arregi. La tierra para hacer ladrillos destinados a forrar el horno, la traían de una propiedad particular, en el Barrio Alto, en Zupitxueta.
En tiempos del abuelo de Gregorio Aramendi, de aquí, de Zupitxueta, se trajo bastante tierra para hacer tejas y ladrillos.
La ollería «Aitamarren Zarra», concretamente de Agapito Azurmendi, extraía las tierras de Murgisarri y del barrio de Arakamas. Las destinadas a ladrillos para el horno, las sacaban del mismo sitio que Intxausti, de Zupitxueta.
La tierra o arcilla buena se encontraba a unos 15 centímetros de la superficie del suelo. Para la extracción de la tierra blanca o dura, dada esta última característica, utilizaban picos. Para la extracción de la roja, azadas.
Solían extraer tierras dos veces por año, en primavera y en otoño normalmente, salvo necesidades excepcionales en un momento dado.
El sistema utilizado en Zegama para preparar el barro es el de los «coladores». En Zegama estos coladores consistían en tres pozos excavados en tierra a orillas del Oria. El primero era el utilizado para batir las tierras con agua, para lo cual se valían de unas palas de madera. Cada batida estaba compuesta de cinco cestos de tierra roja, tres cestos de tierra de blanca y 20 baldes de agua. Cuando la mezcla alcanzaba una consistencia como la del «chocolate hecho», se le daba salida al segundo pozo a través de un canal en el que estaba colocado un cedazo («galbaia»), para impedir el paso de palos, chinarros, grumos de barro sin batir, etc. Lleno éste, se daba paso al barro al tercer pozo. Estos pozos que por su función denominamos decantadores, Gregorio los llama «secadores». Tenían los laterales cubiertos con losas de piedra y eran bastante mayores que el pozo batidor. El suelo era de tierra y, para que no se pegase el barro batido, previamente eran espolvoreados con ceniza. En estos pozos solía estar el barro unos dos meses, formándose por decantación una capa de unos 60 cm. El agua, a medida que iba quedando en la superficie, iba saliendo por los intersticios de las losas. Cuando se iba a efectuar el transporte al obrador, esta masa se cortaba en pedazos con una hoz. Pedazos que, de no soltarse en varias capas correspondientes a las diversas batidas y, por tanto, con diferente grado de humedad, solían llegar a pesar 40 kg.. El almacenamiento en un sitio húmedo del obrador era a base de poner unos pedazos sobre otros, como si se estuviera construyendo una pared.
La operación siguiente consistía en extender el barro en el suelo, en cantidad como para poder trabajar tres días en el torno, formando una capa de unos 15 cm. de espesor. A este barro, así extendido, se le rociaba con un poco de agua, dejándolo así durante un cierto tiempo. Luego, colocado sobre una mesa de madera («sobadera»), era golpeado fuertemente con una barra de hierro. Esta operación vino a sustituir a la de pisar el barro que en otros tiempos era lo habitual. Después de golpeado el barro, aún era «sobado», amasado, como si de la masa de pan se tratara, hasta dejarlo listo, con la elasticidad idónea para ser torneado. Cortado en pedazos («pellas»), de acuerdo con las vasijas a realizar, se procedía al torneado.
Hemos de decir que la masa extendida en el suelo siempre era la misma, pues se reponía por un lado lo que por el otro se iba pasando a la sobadera.
Y, volviendo al tema del pozo batidor, diremos que el que nosotros hemos conocido era el que montó el abuelo de Gregorio, al tiempo de construir el molino hidráulico para moler barnices. Medía 120 cm. de diámetro por 85 cm. de profundidad, y en él, una vez vertidas las tierras y el agua en las cantidades ya citadas, eran batidas por tres aspas metálicas sujetas a un eje, que giraba por la fuerza que a través de diversos engranajes le suministraba la rueda hidráulica («turtukoia»), en la que caía con fuerza el agua del Oria. Estas aspas medían 79 cm. la superior y 86 cm. las dos siguientes. Su anchura era de 9 cm. La primera o superior quedaba prácticamente al nivel del borde del pozo, la siguiente 11,5 cm. más abajo, y la tercera a 16 cm. de la anterior y a 31 cm. del suelo del pozo. El tiempo, que se invertía para batir una carga como la señalada, venía a ser de unos quince minutos aproximadamente, y sabían cómo estaba el barro por la velocidad a la que giraban las aspas.
Una vez batidas las tierras , se las daba salida a los pozos decantadores, que siguieron siendo los antiguos ya descritos, a través de un agujero («tobera»), que quedaba unos centímetros más arriba del nivel del suelo, para que aquellas materias más pesadas que podía contener el barro quedasen en el fondo. Esto, sin embargo, no sustituyó al cedazo, que se siguió utilizando.