El alambrado y grapado de vasijas era una operación que realizaban los hojalateros. Alambrar una vasija consistía en forrarla con una especie de tejido de alambre más o menos tupido, que le daba mayor solidez y resistencia. Y poner grapas era arreglar una vasija rota o rajada mediante grapas de alambre, algo más fuerte que el empleado para el alambrado.
Domingo Olabe, de Gasteiz, que fue hojalatero antes de la guerra del 36, ha alambrado y grapado muchas vasijas. El es quien pacientemente me ha explicado un poco el modo de hacerlo.
Para alambrar un puchero se empezaba por hacer un aro de alambre en el cuello del mismo. Luego hacían «ramales», esto es, se preparaban unos alambres de una longitud mayor al doble de la altura de la vasija, y se pasaban por el citado aro doblándolos por la mitad, con los extremos libres para manipularlos en el trenzado. El número de ramales dependía de la densidad del tejido que se quisiera hacer. Un puchero normal podía llevar unos 10 ramales. A continuación, se trenzaban un poco (una o dos vueltas), a nivel del aro, comenzando acto seguido a trazar la trama alrededor de la vasija. Aquí cada alambrador tenía su fórmula, haciendo distintas combinaciones con los alambres al unir y trenzar unos con otros. Una vez trenzado el tejido por toda la superficie de la vasija, los extremos de los ramales se remataban en otro aro de alambre colocado en la parte inferior.
Como herramientas para este trabajo solo usaban un alicate.
El alambre, antes de ser aplicado a las vasijas, se alisaba y recocía para hacerlo más maleable.
Por alambrar un puchero normal, en el que solía emplear unos 20 minutos, Domingo Olabe cobraba 1,25 pesetas allá por el 34.
Para el grapado de vasijas utilizaba un perforador, alicate, alambre y pasta para cerrar herméticamente las rajas de la vasija. El taladro o perforador lo hacían ellos mismos, y se trataba de un instrumento ingenioso e interesante. El que me explica Domingo Olabe estaba hecho con un pomo de latón de una cama, a través de cuyo orificio pasaba un palo, que sólo sobresalía 2 ó 3 cm. En esta parte del palo clavaban un pedazo de varilla de paraguas reforzada con alambre, que, si era de las planas, resultaba más eficaz para hacer el agujero en la vasija. En la otra parte del palo, en la más larga, por encima del pomo se encajaba perpendicularmente a aquél una tablita provista de un agujero al efecto. Esta tablita venía a colocarse un poco más cerca del pomo, amarrándose los dos extremos de ella mediante unas cuerdas a la parte superior del palo vertical. Aplicada la punta del perforador a la vasija, el grapador retorcía las cuerdas dando unas vueltas a la tablita sobre el palo. A continuación, cogía los extremos de la tablita y, mediante un movimiento rítmico de bajarla y subirla a lo largo del palo, éste giraba unas cinco vueltas para cada lado, según la longitud de las cuerdas.
Hemos conocido un par de estos perforadores. En ambos casos, en lugar del pomo de latón, llevaban un pedazo de madera del tamaño de un puño. En uno de ellos, para que tuviera más peso, habían metido varios clavos.
Con este perforador hacían dos agujeros, uno a cada lado de la raja, que no atravesaban las paredes de la vasija. A continuación con alambre se hacía una grapa. Para ello, doblaban un pedazo de alambre poniendo sus dos mitades muy juntas, se hacía una patilla en una punta y la encajaban en uno de los orificios. A continuación, hacían la otra patilla que a su vez metían en el otro orificio. El lomo de esta grapa, que iba un poco curvado, se presionaba con un dedo con objeto de que quedase más sólidamente ajustada por extensión de la misma. Puesta una grapa, seguían con las siguientes de la misma manera hasta terminar. Acto seguido, a lo largo del arreglo, daban una pasta que fraguaba enseguida, sobre cuya composición en otros tiempos guardaban en secreto.
Se componía de sangre de cebón (que recogían en el matadero), y cal viva en una proporción que Domingo no sabe fijar, pues lo hacía a ojo, por experiencia. En el recipiente en el que llevaban esta pasta, la parte superior estaba dura, fraguada, aunque debajo de esta capa la pasta se mantenía en buenas condiciones.
A veces ocurría que, por descuido, con el perforador atravesaban la pared de la vasija: este pequeño agujero lo solían tapar mediante un corcho, cubierto luego por ambos lados con la citada pasta.
En ocasiones la avería de la vasija era un agujero del algún tamaño. A su arreglo procedían de la siguiente manera: se cortaban dos chapitas redondas de un diámetro un poco mayor que el agujero, a las que les hacían «orillos, esto es, les volvían los bordes un poco y les hacían también dos agujeros en su parte central. Una de estas chapitas se colocaba en el interior de la vasija, cubriendo el agujero, apoyando el «orillo» en los bordes del mismo. Previamente se había hecho pasar un alambre a través de los orificios de la chapita, saliendo las puntas del mismo fuera de la vasija, a través del agujero. La otra se colocaba exteriormente, y al igual que la interior apoyando el orillo en la vasija y haciendo pasar por sus dos orificios las puntas del alambre. Estas luego se trenzaban, se retorcían quedando las chapas fuertemente adheridas a la vasija. Para que el hermetismo fuera total, antes de la colocación de las chapitas, se había puesto pasta idéntica a la ya descrita en los bordes del agujero, interior y exteriormente.