Sin duda, la importancia metalúrgica de Gipuzkoa está en la génesis de no pocos oficios especializados en la manipulación y manufactura de objetos férricos o aleaciones del mismo que han sido la base del desarrollo posterior del territorio. Por ello, al hablar del hierro en Gipuzkoa es obligado abordar el tema de la fabricación de armas,
objetos de defensa y ofensa. La abundancia y calidad de la materia prima -obtenida en en el propio territorio- y la destreza y experiencia en su manipulación, justifica la importancia que el sector cobró progresivamente y su reconocimiento en todo el Estado. De esta forma, la proliferación de talleres y artesanos atrajo a estos lugares los primeros grandes contratos de suministro a la Corona, lo que traería como consecuencia la aparición de las Reales Fábricas de Armas. Repasemos sus hitos más importantes.
Ya en el siglo XV el área guipuzcoana, y en concreto los talleres y grupos gremiales del bajo valle del Deba, reciben los primeros encargos. La demanda creciente de la corona, empeñada en el mantenimiento y defensa de un gran imperio europeo y ultramarino, aconsejó la organización regular del sistema de asientos, dando lugar a la aparición de las Reales Fábricas. Estas no eran un lugar o construcción concreta, sino una organización gremial jerárquica y especializada que se desarrollaría entre los siglos XVI al XVIII.
Sus antecedentes se hallan en la fabricación de armas blancas, que además se simultaneó durante todo el periodo junto a la de armas de fuego. Picas, pavesas, lanzas, corazas, capacetes, celadas y todo tipo de elementos de armadura se fabricaban por todo el territorio en pequeñas fraguas, al lado de trabajos de espadería, cuchillería, tijerería, etc. En esta actividad, el destacado papel que jugó el Deba sólo se vió parcialmente ensombrecido por la Real Fábrica de Armas Blancas de Tolosa, creada en 1616, tras el cierre de la de Eugi (Navarra). Esta organización concentró los esfuerzos de un buen número de artesanos del entorno que conseguían así un contrato fijo con el Estado para canalizar sus productos. A pesar de ello, el Deba mantuvo una presencia efectiva en armas blancas, y continuó fabricando morriones, corseletes, tachuelas, bayonetas, picas, etc. Además, las armas cortas y menores seguían estando representadas y destaca en este aspecto la bien organizada cofradía de cuchilleros de Bergara, dotados de ordenanzas ya desde 1535.
Se organizaban por el sistema de asientos: es decir, contratos directos de suministro con los representantes de la monarquía, donde se especificaba el tipo, número y características del arma. La corona se encargaba de asegurar el aprovisionamiento de materias primas, controlaba todo el proceso y contaba con un conjunto de veedores y examinadores que probaban los componentes y, una vez aprobados, se encargaban de almacenarlos para su posterior expedición. La sede de estas operaciones se fijó en Placencia-Soraluze, donde se localizaron los probaderos y Almacenes, conocidos bajo el nombre de Errege-etxe.
Los diputados gremiales concertaban los pedidos y distribuían entre los artesanos su ejecución, controlando plazos de entrega, calidad y pagos. Porque el arma de fuego no era un producto elaborado de principio a fin en uno sólo de los talleres dedicados a este ramo. Cada pieza era labor de cuatro gremios diferenciados, representados en casi todos los municipios de la comarca y zonas inmediatas (como el alto Ibaizabal en Bizkaia). Sus funciones estaban claramente definidas: cañonistas (encargados de elaborar el cañón del arma), llaveros (para las "llaves", mecanismo que permite el disparo), aparejeros (montaje y ensamblaje de las piezas de los anteriores), y cajeros (que dan el acabado final). .
Coyunturalmente las Reales Fábricas sufrieron altibajos en su producción y, tras el esplendor del siglo XVI, el XVII representó una profunda crisis de la que no se saldría hasta el XVIII, una nueva fase de bonanza que se cerró con las destrucciones causadas por la Guerra de la Convención. Desaparecido el sistema de Reales Fábricas, muchos operarios especializados emigraron hacia otras áreas (Zaragoza, Trubia, Sevilla...) y otros buscaron sin descanso la reactivación del sistema. La preponderancia de Soraluze se vería cuestionada, en especial por Eibar, donde sus emprendedores artesanos establecieron a lo largo del siglo XIX los cauces de renovación necesarios que auspiciarían el desarrollo de la moderna industria del sector.
Su trabajo se hallaba regulado por el uso y costumbre de los gremios especializados, y estructurado por el organigrama de maestro, oficiales y aprendices. El primero era habitualmente el propietario de la oficina o taller o bien el arrendatario del mismo, individuo cuya habilidad y conocimiento eran el garante del negocio. Para llevar a cabo su tarea contaba con el concurso de operarios especializados, los oficiales, cuya experiencia ya estaba probada y trabajaban por una soldada concreta más el "placeraje", una especie de prima de productividad. El último escalón lo ocupaban los aprendices, quienes servían a un maestro por un mínimo de tres años, a cambio de comida, alojamiento y vestido. Tras el periodo de aprendizaje, y previo examen del gremio o maestro, podían alcanzar la categoría de oficiales y contratar su tarea a jornal.