La existencia de rebaños de cerdos, vacas y ovejas está atestiguada en este territorio desde el Calcolítico, habiendo sido la ganadería una de las constantes culturales de nuestra Prehistoria más reciente. Esta dedicación implica los desplazamientos tras el ganado y la configuración de una sociedad nómada que hasta la formalización de los castros, por lo que parece, no conoció los asentamientos estables. Los constructores de dólmenes y túmulos serían tribus itinerantes en tránsito por espacios amplios, en busca de pastos y alimento para sus animales, convertidos en fuente principal de su subsistencia. Esta situación pervivió durante la etapa de influencia romana, conviviendo con la realidad urbana antes expuesta; es posible, incluso que saliera reforzada en el período bajoimperial con la crisis del modelo ciudadano. Los romanos aplicaban a todas las sociedades pastoriles y, en general, a los habitantes de las zonas montañosas una serie de clichés peyorativos, asentados en concepciones filosóficas y etnográficas ancestrales; para ellos eran gentes incivilizadas, rudas y agrestes, frente a las que sentían gran prevención. Eran incontrolables por no estar sujetos al marco de asentamientos estables y, por eso, considerados con la categoría de ladrones y bandidos. Al margen de estos prejuicios, lo cierto es que una buena parte de los que poblaban Gipuzkoa en aquella época, como ocurría con otras zonas montañosas del imperio, vivía apartada de los niveles de vida elevados que se han comentado para el área de Oiasso. Dedicados al pastoreo, siguiendo una tradición inmemorial, contarían con escasos bienes materiales, obligados por su andar ligero, los cambios constantes de emplazamiento y la adaptación a las condiciones precarias del medio. Sin embargo, rota la estructura que sustentaba el ordenamiento romano, seguirían su camino, mientras que para los dependientes de organizaciones complejas, aún contando con las transformaciones y la ruralización de los últimos siglos, la transición se supone más difícil y penosa.