Cómo se construía el caserío
Maestros carpinteros y canteros
Todos los antiguos caseríos de Guipúzcoa fueron edificados por maestros carpinteros y canteros profesionales, que trabajaban contratados por el propietario y auxiliados por una cuadrilla de oficiales y criados.
El dueño de la casa discutía con el maestro las características generales del edificio y la suma de dinero que estaba dispuesto a invertir, y frecuentemente colaboraba con su yunta de bueyes conduciendo a pie de obra parte de la piedra, madera o cal necesarias.
El protagonismo que tuvieron los artesanos constructores en la creación de la arquitectura popular guipuzcoana ha dado a esta un carácter de robustez y calidad poco frecuente en la vivienda campesina europea. Además, como los maestros trabajaban indistintamente en la edificación de iglesias y caserones nobles del país no pudieron evitar contagiarse de las modas de su época, y ello dio como resultado que el caserío, sin perder su carácter autóctono y funcional, fuese especialmente sensible a los diferentes estilos artísticos de cada momento histórico.
Durante el siglo XVI y buena parte del XVII el maestro que proyectaba la obra se encargaba de dirigirla paso a paso hasta su termino, que se celebraba con un gran banquete. Sin embargo hacia 1650 las funciones empezaron a desdoblarse y apareció el personaje del maestro que pensaba, decidía y a veces dibujaba el tipo de caserío que debía edificarse, pero que luego dejaba a otros maestros u oficiales de segunda fila que se ocupasen de la ejecución material de la idea. Cuando la casa ya estaba terminada él volvía a visitarla acompañado de un perito del oficio y decidía cuanto debía pagarse a los contratistas, en función de sí habían sabido ajustarse al plan marcado.
A partir de la ultima década del siglo XVIII comenzaron a intervenir los primeros arquitectos titulados como responsables del proyecto de grandes caseríos, siendo una de las precursoras la casa Iraeta de Antzuola, diseñada en 1796 por el académico bergares Alejo de Miranda.
Contratos y trazas de construcción
Durante el siglo XVI bastaba el acuerdo verbal entre el propietario y el artesano constructor para que este diera comienzo a las obras y se amoldase al encargo que había recibido. Muchas veces era el dueño quien, como primer interesado, seguía de cerca los trabajos y decidía sobre el terreno la compra de materiales y el salario de los peones.
El labrador no se inmiscuía en los aspectos técnicos, que formaban parte del oficio aprendido por el maestro, pero podía colaborar con el para tomar decisiones básicas, como la orientación mas adecuada de la fachada del caserío, que invariablemente se buscaba en el arco solar de la mañana.
La calidad final que se exigía era elevada y el proceso de construcción resultaba enormemente trabajoso; tanto que podía durar hasta dos años y medio. había que talar y arrastrar robles gigantescos, reducirlos a piezas de distintas medidas, tallarlas y ensamblarlas a diferentes alturas, izándolas a fuerza de brazos y de rudimentarias poleas tiradas por bueyes. había que arrancar piedra de la cantera a golpe de mazas y palanquetas, labrarla finamente con el picon, transportarla en carros y cementarla con arena y cal, que previamente había sido necesario cocer en el horno con leña y mas cargas de piedra. Si a esto se le sumaba la fabricación de seis o siete mil tejas y varios cientos de clavos de hierro forjados a mano con parecido esfuerzo, mas la fatiga de unir ordenadamente todos los elementos citados, se tendrá una visión aproximada del inmenso caudal de energía humana que se invirtió para edificar la primera generación de caseríos de Guipúzcoa.
Hacer un buen caserío en pleno siglo XVI venía a costar lo mismo que comprar doce bueyes de tiro. Un tercio del presupuesto se pagaba antes de empezar la obra y otro cuando se ponía el tejado, pero el ultimo plazo, que debía hacerse efectivo al final de la construcción, siempre se retrasaba y se iba entregando a lo largo de varios años en forma de pequeñas cantidades de grano, algún dinero en metálico, un animal de granja o varias cargas de leña.
Desde mediados del siglo XVII los contratos de construcción de caseríos se formalizaron por escrito ante el escribano del pueblo y con cierta frecuencia el maestro constructor dibujaba un plano o traza y redactaba un pliego de condiciones técnicas que los canteros y carpinteros contratistas debían comprometerse a respetar. Se siguieron construyendo casas muy hermosas pero cada vez aparecieron mas modelos y categorías diferentes: grandes caseríos solariegos con arcos y escudos de sillería, que incorporaban todas las novedades artísticas del momento; modestos caseríos de entramado con ladrillo; macizos caserones dobles para inquilinos y pequeñas granjas de tablas y mamposteria para los arrendatarios mas desafortunados que cuidaban a media ganancia unas cuantas cabezas del ganado del amo. Los maestros ofrecían una solución distinta para cada tipo de demanda, pero mantuvieron siempre una cierta homogeneidad de estilo marcada por la unidad cultural y ecológica en la que vivía el campo guipuzcoano.
Los materiales y las técnicas de construcción
En cada uno de los periodos históricos de la vida del caserío se barajaron múltiples posibilidades de combinar los materiales que ofrecía el terreno. Con solo tres ingredientes básicos: madera de roble, piedra arenisca o caliza y arcilla susceptible de convertirse en teja o ladrillo, mezclados sabiamente con distintas tecnicas y proporciones se logro preparar un selecto menu de mas de diez tipos de casa diferentes.
En los caseríos guipuzcoanos –que generalmente parten de una planta rectangular- el muro trasero y las paredes laterales son siempre de mampostería. Sin embargo la fachada delantera, que es la que marca su identidad, puede estar cerrada con tablas verticales de madera, con piedra o con un entramado de viguetas de disposición geométrica. En este ultimo supuesto caben dos posibles variantes para rellenar la trama: hacerlo con mampostería menuda o bien con ladrillos macizos, como se puso de moda en la segunda mitad del siglo XVII.
A menudo es en el interior, y mas específicamente en el pajar, donde mejor se aprecia la edad y la técnica de construcción de los caseríos. Muchos tienen un grueso muro medianil que los divide en dos partes, pero en los que se edificaron hasta mediados del siglo XVII lo mas habitual es encontrar un esqueleto de enormes postes que ascienden desde el suelo atravesando el piso de madera. Si la casa se construyo durante la segunda mitad del siglo XVII o a principios del XVIII es fácil que utilice en la estructura muchas horquillas naturales de árbol y también brazos curvos para sostener las vigas horizontales. Durante las épocas posteriores la madera perdió todo su protagonismo como soporte y su uso quedo limitado a los suelos y el tejado.
La carpintería popular del siglo XVI alcanzo un elevadísimo nivel de calidad y en los caseríos guipuzcoanos su presencia es fácilmente reconocible porque utiliza una sofisticada técnica de ensamblajes laterales con siluetas curvas que recuerdan las alas abiertas de una pájaro.
La de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII es completamente distinta pero igualmente atractiva, por las formas arborescentes que adoptan sus sistemas de postes y tornapuntas. Con frecuencia los encuentros entre las distintas piezas llevan signos y marcas de montaje realizados por el maestro que concibió la estructura.
Los tabiques de separación entre las estancias del caserío también han conocido diferentes modalidades a través de los siglos. Los de principios del XVI eran simples mamparos de tablas machihembradas, a estos les sucedieron los de ramas y tiras de madera entretejidas rebocados con argamasa y, ya avanzado el siglo XVII, se impusieron las paredes de ladrillo y mampostería, que son las que al final han tenido mayor aceptación.