Historia del caserío
Cuentan que un día de mediados de verano un valeroso héroe llamado “San Martintxiki” consiguió robar a los señores de la montaña, los gigantes basajaunak, un puñado de semillas de trigo y que poco después se las ingenio para espiarles mientras conversaban y logro averiguar en que época del año convenía sembrarlas.
Esta vieja leyenda, que José Miguel de Barandiaran escucho durante su juventud en Ataun, narra las peripecias de una aventura fantástica que permitió a los vascos descubrir los secretos de la agricultura, que antes solo eran conocidos por las criaturas y divinidades del bosque.
Robando sus secretos a los antiguos dioses fue como los hambrientos pastores y recolectores guipuzcoanos iniciaron su transformación en labradores e inauguraron un largo ciclo cultural que se extendería hasta la Revolución Industrial.
El ciclo de la civilización agrícola fue un dilatado proceso en el que el paisaje ecológico del territorio se fue moldeando con esfuerzo al ritmo lento de las tareas del campo y en el que se fueron configurando las comunidades de labradores que poco a poco harían de sus casas una sofisticada herramienta de trabajo, al mismo tiempo que la principal expresión de su propia identidad cultural.
La puerta de aquella edad mítica en la que vivieron San Martintxiki y los basajaunak hace tiempo que sé cerro para no volver a abrirse jamás. Por desgracia no podemos mirar por el ojo de la cerradura para descubrir como se las arreglaron los primitivos campesinos guipuzcoanos para explotar la tierra virgen de sus valles y por esta razón nos cuesta trabajo imaginar como se organizaron o en que condiciones vivían: como eran sus casas, donde estaban situadas y donde comenzaron a almacenar las primeras cosechas de cereal.
El problema puede parecer grave, pero en realidad no lo es tanto si lo que nos interesa es abordar estrictamente la historia del caserío y no perdernos en los vericuetos mágicos de la leyenda. Una cosa es el origen mítico del caserío y otra su historia real como tipo especifico de casa regional europea, y –por fortuna- para rastrear las primeras huellas veraces no hace falta bucear en la noche de los tiempos ni remontarse a la revolución neolítica; basta con buscarlas en los siglos finales de la Edad Media. Los recursos de información de que hoy se dispone, aun siendo exasperantemente limitados llegan a cubrir todas las etapas de vida de la casa rural guipuzcoana. Es cierto que los primeros pasos de su andadura tienen todavía unos contornos borrosos que necesitan ser mejor estudiados, pero aun con esta prevención es posible afirmar con seguridad que en la historia del caserío existen dos momentos claves que pueden ser considerados los auténticos puntos de partida de su biografía. Cada uno de ellos hace referencia a una de las definiciones posibles del termino caserío; un nombre de significado ambiguo, que designa tanto a la institución económica como al edificio de vivienda que la alberga.
Si el caserío se interpreta en su sentido económico más amplio, es decir, como célula básica de producción familiar en una sociedad agropecuaria de montaña, entonces se puede afirmar que es una institución de origen medieval que se configuro entre los siglos XII y XIII.
Si, por el contrario, se entiende por caserío un determinado tipo de edificio, es decir un modelo arquitectónico con identidad especifica, entonces estaremos hablando de una formula regional de casa de labranza moderna que tiene una antigüedad máxima de medio milenio; una edad que no supera ninguno de los edificios rurales que hoy existen en Guipuzcoa.
Una peculiaridad que singulariza a los caseríos vascos es que todos tienen nombre propio, reconocido por las autoridades y vecinos, y habitualmente invariable a través de la historia. Ello permite identificarlos con facilidad, pero a veces también provoca equívocos como el de pretender atribuir al edificio la misma antigüedad que el nombre de la unidad económica asentada en su solar desde épocas, casi siempre, anteriores. El nombre y el solar permanecen unidos sin cambios, mientras que la casa va variando su fisonomía al compás de los tiempos. Sin embargo cuando se interroga a un labrador por la antigüedad de la casa en la que vive indefectiblemente tratara de remontarse al origen del solar, haciendo caso omiso de la vetustez o modernidad de la arquitectura del edificio.
Labradores y caseríos en le Edad Media
Los labradores constituían la clase social más numerosa de Guipúzcoa durante la Baja Edad Media pero se les consideraba personas de segunda categoría respecto a los señores y ricos hombres. Formaban un extenso grupo de familias que vivían atemorizadas bajo la amenaza de los rentistas rurales. Sometidos a los abusos de un núcleo de aristócratas locales de pequeña estatura, pero con suficientes recursos para mantener algunos hombre armados a su servicio y hacerse respetar por la fuerza.
Los campesinos no constituían un grupo homogéneo, sino que se dividían en tres categorías escalonadas. Los mas favorecidos de entre ellos eran los fijosdalgo o propietarios libres, dueños de pleno derecho de la tierra que cultivaban y sin obligaciones fiscales para con el rey ni para con ningún otro señor particular.
Por debajo de estos el subgrupo mayoritario –que en muchas comarcas comprendía a dos tercios de la población campesina- estaba integrado por los llamados labradores horros o pecheros del rey, hombres genéricamente libres, que gestionaban autónomamente sus caseríos pero que no podían abandonarlos sin dejar a algún pariente que les sustituyese al frente de la explotación, porque la tierra que trabajaban pertenecía a la corona y se les exigía que con su fruto hicieran frente a una serie de pechos o impuestos, como la martiniega, la infurcion, el fonsado y los servicios. La lejanía del monarca hizo que su situación de dependencia fuese haciéndose cada vez más llevadera, pero en contrapartida les convirtió en presas extremadamente vulnerables a las agresiones de los señores locales.
En el periodo más virulento de la gran crisis bajomedieval, a fines del siglo XIV, muchos buscaron el amparo jurisdiccional de las villas frente a la violencia de los señores, mostrándose incluso dispuestos a pagar por tal protección. Así lo hicieron los vecinos de Uzarraga integrándose como contribuyentes de Bergara (1391), los de Ataun, Beasain, Zaldibia, Gainza, Itsasondo, Legorreta, Alzaga, Arama y Lazkano en Villafranca (1399) y los de Udala, Garagarza, Gesalibar y Uribarri en Arrasate (1405). Sin embargo, en el siglo XVI, al llegar la paz a los campos de Guipúzcoa, los antiguos pecheros prosperaron hasta equipararse con los labradores libres y exhibieron sin recato la antigüedad de sus granjas rurales adjudicándose el pomposo titulo de “señores de su casa y solar”.
En el escalón inferior de la pirámide social medieval se alineaban los collazos o vasallos solariegos: campesinos sin libertad personal que, entre otras muchas restricciones, no podían reedificar su caserio o ni tan siquiera casarse sin permiso del señor a quien servian.
El profundo temor de los labradores fijosdalgo y de los pecheros era el de ser sojuzgados colectivamente por algún noble o Pariente Mayor que los humillase y tratase como a vasallos, como ya habían hecho los Lazcano con los vecinos de Areria hasta 1461. Sin embargo el peligro que con mas frecuencia se convertía en realidad no era ese, sino el de los asaltos armados de que eran objeto individualmente los caseríos, aprovechando que a menudo se encontraban bastante distanciados unos de otros, o desparramados, como decían los vecinos de Mendaro en 1346. Pocos años antes, en 1320, el concejo de Oiartzun había descrito con claridad la situación a Alfonso XI, al señalar que:
“sus casas de morada eran apartadas las unas de las otras e non eran poblados de so uno (...) e tan aina no se podían acorrer los unos a los otros para se defender de ellos de los males, e tuertos, e robos que les facian”.
Similares argumentos de dispersión expusieron los labradores de Zumaia (1347) y los de Usurbil (1409) dando a entender que esta era la estructura general de todo el territorio. Sin embargo, parece que es una observación algo exagerada, producto del nerviosismo que provocaba la inseguridad de los tiempos y del deseo de fundar villar amparadas por privilegios reales. Allí donde se ha podido reconstruir, aunque solo sea parcialmente, el mapa del poblamiento rural del siglo XIV –en Antzuola, Bergara y algunas localidades del Goiherri- se ha puesto de relieve la existencia de un asentamiento en enjambre de media y baja ladera, con alta saturación de las parcelas de aprovechamiento optimo. Así mismo, se ha podido comprobar que los caseríos aislados y en alturas extremas eran prácticamente desconocidos y que, en contrapartida, ya estaban bien configuradas las barriadas o aldeas como circulo básico de organización social de los labradores.
De la choza de tablas a la casa de cal y canto
La vivienda de los campesinos guipuzcoanos de la Edad Media no se parecía en nada a los caseríos que comenzaron a construirse a fines del siglo XV. Aunque no se ha conservado ninguna, se sabe que eran cabañas muy frágiles e incomodas. Eran chozas de madera, pero no se construían con troncos, sino que tenían un esqueleto interior de postes y las cuatro paredes externas de tablas verticales ensambladas.
Las cabañas medievales eran mucho mas pequeñas que los caseríos actuales, pero en ellas había especio para los animales y para almacenar la paja, además de una zona destinada a la familia. Sin embargo, el lagar, los graneros, la pocilga y los rediles estaban situados en edificios separados. El techo de estas construcciones era ya de teja acanalada, por lo menos el de la casa principal.
Los primeros caseríos de piedra de Guipúzcoa comenzaron a construirse durante el siglo XV y despertaron la admiración y envidia de todos sus vecinos. Solo los labradores mas ricos podían permitirse el lujo de edificar una casa “de cal y canto” pagando un sueldo a las cuadrillas de canteros que tenían que sacar y trabajar la piedra. La madera de roble, por el contrario, resultaba barata y accesible incluso para los campesinos mas pobres, porque se podían cortar gratuitamente todos los árboles necesarios para hacer la vivienda en los bosques públicos pertenecientes al concejo.
Aunque durante la ultima década del siglo XV cada vez se hacen mas frecuentes las noticias de nuevas casas de mampostería, el momento decisivo para asistir al nacimiento del caserío guipuzcoano en la forma en que hoy se le conoce fue la primera mitad del siglo XVI. La sensación de seguridad y prosperidad que entonces se extendió por los campos y las nuevas posibilidades de hacer fortuna que se abrieron tras el reinado de los Reyes Católicos, tanto en América como en Andalucía, permitieron a los labradores vivir mas desahogados y hacer planes optimistas para el futuro. Ya no había peligro de asaltos ni robos de los nobles, y en el corazón de las familias campesinas cobro una importancia prioritaria el deseo de habitar una vivienda digna y duradera, en sustitución de las destartaladas chozas en las que se habían refugiado hasta la fecha.
Fue una autentica explosión de nuevos caseríos construidos en piedra y madera, o mas a menudo utilizando técnicas mixtas en las que ambos materiales se combinaban en ingeniosas soluciones.
Todavía se mantienen en pie varios centenares de caseríos edificados en el siglo XVI y lo que mas sorprende de ellos, además de su gran antigüedad, es el altísimo nivel de calidad de sus trabajos de carpintería y cantería; a menudo muy superior al de las casas erigidas cientos de años mas tarde. Son viviendas rurales realizadas con una mentalidad moderna y exigente. Dentro de ellas las funciones están bien definidas y los espacios internos son amplios. Aunque existen muchas variedades locales, todas tienen dos pisos: el inferior para la familia y sus animales domésticos y el superior para almacén de la cosecha.
Los principales frutos que producían los valles guipuzcoanos en el siglo XVI eran las manzanas y el trigo, y esta especialización se reflejaba con total claridad en la arquitectura de la vivienda. Muchos caseríos de aquel periodo están construidos envolviendo el armazón de un gigantesco lagar de madera que ocupaba toda la longitud del edificio y en el que se prensaban las frutas recogidas al final del verano. Aunque todas las casas de la época disponían de cubas para guardar la sidra, eran numerosas las que, además, poseían también una bodega semienterrada que se construía aprovechando el desnivel natural del terreno.
En las bodegas también se guardaba el trigo cosechado, bien protegido en grandes arcones de madera denominados trojes. El trigo era la unidad de medida de la riqueza y por eso en la zona occidental del territorio –en el valle del Deba- algunos de los labradores con mayores recursos económicos adoptaron la idea de armar grandes hórreos de madera delante de la casa, adornándolos con bellas tallas y figuras geométricas. Sabían que cuanto mas amplio y elegante fuese su granero, mayor seria el respeto de que gozarían en la comarca. Hoy solo se conserva el magnifico hórreo del caserío Agarre, en Bergara, pero hay numerosos indicios de que otros muchos fueron desapareciendo a partir del siglo XVII.
Probablemente el siglo XVI fue la etapa mas feliz de la vida de los caseríos guipuzcoanos. La propiedad de la tierra estaba aceptablemente repartida y los labradores podían disfrutar de los frutos de su trabajo en un ambiente económico expansivo y optimista. Es cierto que el clima, el tipo de suelo y la difícil orografía del territorio no eran los mas adecuados para el cultivo de cereal, pero el esfuerzo continuado de toda la familia conseguía arrancar a la tierra el pan necesario para subsistir. La venta de sidra, castaña, carne, astas y cueros de vaca permitían completar los ingresos mínimos y los mercados de las villas estaban bien abastecidos de trigo navarro o castellano para suplir el déficit natural de la región.
En menos de un siglo el panorama medieval había cambiado radicalmente, y donde antes hubo temerosos campesinos malparados en chozas de tabla, ahora florecían labradores orgullosos que competían por construir el caserío mas grande, con los arcos mas bellos y las mas artísticas tallas de madera. El aire del Renacimiento soplaba con fuerza por los angostos valles guipuzcoanos.
Los caseríos en el tiempo del maíz
A fines del siglo XVI los sectores mas activos de la economía guipuzcoana cayeron en una profunda crisis. En los puertos costeros se vivió el colapso del comercio internacional de trigo y lana castellanos y el bloqueo de las pesquerías de Terranova, lo que provoco la decadencia de la construcción naval, que hasta entonces había sido puntera en Europa. En las cuencas interiores se extinguieron los gremios de artesanos que trabajaban en las villas y los ferrones se vieron en serias dificultades para poder seguir colocando sus productos en los mercados tradicionales de Andalucía y la costa atlántica. El fracaso de la Armada Invencible (1587) en la que desaparecieron muchos barcos y marineros guipuzcoanos y la difusión de un virulento brote de peste en 1598 hicieron temer a muchos que se retrocedería a los tiempos oscuros de la Edad Media que ya se creían superados.
Acosada por problemas que no podía resolver la sociedad guipuzcoana se ruralizó rápidamente. Los ricos volvieron los ojos hacia el caserío porque era la única inversión segura en la que podían colocar sus capitales sin riesgo de bancarrota y los pobres miraron hacia el campo buscando en el trabajo y los medios de subsistencia que en otras partes se les negaban.
Pero los cultivos tradicionales no eran suficientes para alimentar a todas las bocas de la Provincia y las tierras aptas para la labranza estaban ya tan saturadas de gente que no podían acoger a nuevas familias de pobladores. Cuando la angustia comenzó a extenderse apareció de forma casi milagrosa una planta americana que iba a cambiar por completo la vida y las costumbres de los labradores vascos: el maíz.
El nuevo cereal se aclimataba rápidamente y producía el triple de volumen de grano que el trigo, además se adaptaba perfectamente a terrenos húmedos y pendientes que antes habían estado vedados para las espigas mediterráneas.
Los grandes propietarios vieron en este exótico cultivo la oportunidad para sacar buenos beneficios de muchas de sus parcelas marginales, fundando en ellas nuevos caseríos que ofrecían en alquiler y, por su parte, los campesinos segundones, que antes parecían condenados a la emigración, se armaron de sus layas de largas púas para labrar aquellas tierras vírgenes que hasta entonces habían estado dedicadas a bosques, prados y argomales. Para compensar al ganado por la desaparición de los pastos naturales se plantaron campos de nabos y se aumentaron los meses en los que las vacas y bueyes permanecían encerradas en los establos.
Nadie se hizo rico cultivando el maíz, pero la nueva semilla traída de las Indias permitió sobrevivir en condiciones dignas a muchas mas familias que las que hasta entonces había acogido el campo guipuzcoano. Mientras el resto de la economía local se derrumbaba, los caseríos no solo se libraron de la crisis sino que crecieron en numero, en población y en capacidad productiva. Sin embargo, a medio plazo, tampoco pudieron escapar al desfallecimiento generalizado de los mercados y la falta de una demanda estimulante provoco que las granjas locales se replegasen sobre si mismas, consolidándose como una red de pequeñas explotaciones familiares muy conservadoras, con vocación de pura auto subsistencia.
El ciclo expansivo del maíz se alargo hasta mediados del siglo XVIII. Durante este periodo las familias mas acomodadas de Guipúzcoa mostraron un permanente interés por acaparar el mayor numero posible de caseríos y mantenerlos encadenados al tronco sucesorio mediante el vinculo de mayorazgo.
Hasta entonces se había aplicado escrupulosamente el principio de que cada casa fuese la residencia de una sola unidad familiar, pero pensando en formulas que les permitieran sacar mayor rendimiento de sus solares los grandes propietarios descubrieron que resultaba mucho mas ventajoso alquilar cada vivienda a varias familias de colonos. La demanda de caseríos era tan acuciante que siempre se encontraban varios candidatos deseosos de casarse y establecerse por su cuenta, aun en condiciones de relativo hacinamiento.
El trigo no se extinguió todavía. Su harina seguía siendo la mas apreciada y era muy fácil de convertir en el mercado en ducados constantes y sonantes. Por este motivo los propietarios siempre exigieron que se les pagase la renta en fanegas de trigo. Así quedo establecido un absurdo desdoblamiento de dietas en el territorio de Guipúzcoa. Los labradores se veían obligados a sembrar dos cosechas a la vez: una de maíz para amasar el talo y el pan de borona que ellos consumian, y otra de trigo para hacer frente a las imposiciones de la iglesia y los mayorazgos. Solo a mediados del siglo XX, con la desaparición de las ofrendas eclesiásticas y el acceso generalizado de los baserritarras a la propiedad de la tierra, se ha abandonado el desatinado esfuerzo de intentar recolectar trigo a orillas del Cantábrico.
Expansión y decadencia del caserío moderno
En los caseríos guipuzcoanos del siglo XVIII hombres y mujeres trabajaban por igual en las faenas mas duras del campo, y en las granjas bifamiliares los brazos dispuestos para la laya y la siega se contaban por decenas. La producción lograda por cada unidad de explotación agrícola era elevada pero, en contrapartida, el rendimiento por persona era muy bajo y la tierra se forzaba hasta el agotamiento. Para aumentar las cosechas se recurría a abonar los campos con cal de piedra cocida en hornos artesanales, pero su uso abusivo e indiscriminado llego a quemar algunas de las mejores parcelas y a hacerlas temporalmente estériles.
En las décadas finales del siglo ya no quedaba nadie en Guipúzcoa a quien se le ocultase que la tierra daba cada año menos frutos. Sin embargo el numero de bocas a alimentar seguía creciendo. La solución que se adopto a principios del siglo XIX para paliar la escasez de alimentos fue fundar nuevos caseríos roturando todos los terrenos disponibles, incluso los de mala calidad que se robaban a las reservas de pasto y monte publico.
La invasión de las tropas republicanas francesas en 1795 y la de los ejércitos napoleónicos en 1807 facilito las cosas, porque provoco grandes gastos a los ayuntamientos guipuzcoanos y estos tuvieron que vender parte del patrimonio comunal para hacer frente a las deudas. Por esta vía fue como los grandes propietarios consiguieron hacerse con nuevos bosques y prados, e incluso con algunas viejas ermitas, que utilizaron para instalar a inquilinos con pocos recursos; a menudo en parajes apartados y solitarios con pocas posibilidades de éxito a largo plazo.
Esta oleada expansiva logro buenos resultados porque estuvo acompañada por un nuevo cambio en el tipo de productos cultivados. Fue entonces cuando entraron a formar parte de la alimentación popular las alubias y la patata, que han arraigado hasta tal punto en Guipúzcoa que hoy constituyen dos ingredientes básicos de su gastronomía tradicional. Con las nuevas roturaciones del siglo XIX se consiguió duplicar el volumen de maíz, mientras que la cantidad de trigo cosechada permaneció estable y otros cereales menores, como el centeno y la avena, desaparecieron definitivamente.
A diferencia de los elegantes caseríos de piedra o de entramado que se habían edificado al calor de la primera difusión del maíz en los siglos XVII y XVIII, muchas de las nuevas construcciones rurales del siglo XIX eran obras de reducidas dimensiones y de pobre apariencia, con frecuencia simples bordas de ganado precariamente transformadas en viviendas. Durante este proceso el numero de labradores independientes de Guipúzcoa quedo reducido a su mínima expresión histórica. Al despertar el siglo XX ocho caseríos se encontraban ocupados por modestos arrendatarios, y en los municipios del entorno de Donostia la proporción aun era menor, pues solo el 10% de los baserritarras eran dueños de la tierra que con tanta fatiga trabajaban.
La industrialización cambio radicalmente las reglas del juego en la estructura de propiedad y explotación de la tierra en Guipúzcoa. El florecimiento de fabricas siderometalúrgicas, textiles, cementeras y papeleras, así como la revitalización de los talleres armeros del Deba atrajo a los excedentes de población rural y provoco el abandono de los caseríos menos productivos. Los grandes propietarios se enfrentaron por primera vez a la disyuntiva de tener que elegir entre congelar las rentas de alquiler o ver como sus campos quedaban sin labradores que los cultivasen; rápidamente perdieron interés por su patrimonio agrícola amasado a través de tantas generaciones. Los inquilinos pudieron entonces comprarles la granja a precios muy abordables –hoy apenas quedan 1.500 familias de colonos en los mas de 11.000 caseríos de Guipúzcoa- y emprendieron el ultimo cambio de rumbo que ha conocido el caserío local: el abandono del trigo, los manzanos y otros cultivos de bajo rendimiento y su sustitución por los prados de siega y plantaciones de coniferas de crecimiento acelerado.
Durante el siglo XX nose han fundado nuevos caseríos. Sin embargo muchos de los viejos edificios se han renovado y la mayoría se están adaptando a unas condiciones de habitabilidad moderna, sacrificando –a veces de manera innecesaria- algunos de los elementos que hicieron del caserío guipuzcoano uno de los tipos de vivienda rural de mayor calidad de Europa. En la actualidad hay cerca de 2.000 caseríos en trance de desaparecer para siempre.